Mientras atendemos las emergencias que logran acaparar el espacio mediático y la opinión urgente de nuestros intelectuales, más allá de las fronteras coloniales y la seguridad ambiental que poco importa a los políticos que maquiavélicamente diseñan nuestras condiciones de vida, algunos asuntos parecen inevitablemente escapársenos de las manos. Hay un sector que tal vez por su heterogeneidad no parece ponerse de acuerdo para cohesionar opiniones en el espacio público, sin embargo, su actividad es motivo de celebración y consumo normalizado en todo tipo de espacio y para todo tipo de participante. La oferta es cada vez mayor y más diversa, y cuenta con espacios que han logrado construir una fuerte identidad a partir de los ofrecimientos y los profesionales que se han aglomerado para sacar provecho de las circunstancias que provoca la actividad cultural en zonas como Santurce y Río Piedras. Un ejemplo de esos proyectos podrían ser Santurce es Ley, Mondo Bizarro y la Casa de Cultura Ruth Hernández Torres, por mencionar algunos.
El abandono que sufre el gremio de profesionales de la cultura es un asunto que no se separa de las condiciones que provocan y mantienen la actual crisis política, económica e ideológica que viven los habitantes de nuestro archipiélago. Estos profesionales, a pesar de contar con un buen número de instituciones dedicadas al desarrollo de su quehacer,— programas universitarios, posgrados académicos especializados e investigaciones que prueban estadísticamente su aportación económica al erario—, no cuentan con el respeto ni la consideración suficiente como para ser atendidos con la misma importancia que los demás asuntos relevantes en el gabinete del Gobernador.
Podría dar la impresión de que el arte surge por generación espontánea, obviando todos los procesos relacionados a su desarrollo, estudio, mantenimiento y conservación. Sería justo pensar que algún día podamos imaginar, — sin que esto signifique dejar de maximizar o pensar estratégicamente—, un país en el que sean importantes todas la ramas del quehacer cultural, de modo que el Estado y sus funcionarios provean las condiciones para que sus ciudadanos puedan pensar y actuar de manera verdaderamente libre y crítica.
Valdría la pena interrogar a los presidentes de las comisiones de cultura de la Cámara y del Senado, al presente y los pasados directores del Instituto de Cultura Puertorriqueña, el Centro de Bellas Artes y algunos de nuestros museos y teatros más importantes para saber cuál es el plan estratégico que tienen para resistir el peor embate económico que habría podido sufrir este sector desde que se fundó el Estado Libre Asociado: recortes desmedidos de presupuestos, amenazas de disolución, consolidaciones sin planificar, arresto de los fondos, reglamentaciones y restricciones absurdas como requisitos para ejecutar planes de trabajo, etc. Pensemos por ejemplo en las colecciones de arte pertenecientes al Estado y a organizaciones privadas en caso de una situación de disolución de alguna de estas plataformas, qué reglamento, ley o grupo de personas velaría por el futuro de ese patrimonio considerando el valor socio-cultural que tienen para Puerto Rico. ¿Cuál sería el destino de estos objetos si un comité, partido o gobernador, decidiera que ya no son importantes? ¿Cómo y quién diseña la rúbrica de prioridades y cuánta injerencia queremos tener nosotros, los ciudadanos, sobre ello?
Esta crisis amenaza el funcionamiento y la perdurabilidad de las instituciones y sus partes como las conocemos hasta hoy. Todo esto en un panorama donde las posibilidades de negociación y la comunicación horizontal entre líderes políticos y constituyentes han migrado una vez más al espacio de la utopía. La supervivencia impuesta, sin un proceso de negociación ni posibilidad de participación en el rediseño de la maquinaria, son producto de una fórmula con la que no debemos conformarnos. De igual forma, no podemos estar dispuestos a asumir con normalidad una política de austeridad que acepte la idea de un país en el cual el ornamento, el lujo y el entretenimiento sustituyen y acaparan toda la actividad cultural. Tampoco podemos asumir pacíficamente la hegemonía de un gobierno incapacitado para entender el valor de las aportaciones que hace el sector y que actúa ignorando las necesidades materiales de los individuos que le conforman, de lo contrario acabaríamos por naturalizar de una vez y por todas el prejuicio que existe contra la clase artística y los profesionales del campo de la cultura en general.
En parte, esto es un asunto que tiene que ver con el modelo administrativo que ha predominado entre las organizaciones y los profesionales del campo. La dependencia, en gran medida, de fondos gubernamentales sin aportar directamente en su legislación y reglamentación ha sido casi tan problemático como contar con el mecenazgo y la generosidad de la empresa privada como única alternativa a la teta estatal. Seguro esta es una oportunidad para repensar los modelos empresariales, sus públicos y la participación económica de los artistas; pero es más urgente tener claro cuál será la participación y el compromiso del Estado con este gremio de gremios que se mantiene produciendo casi bajo cualquier circunstancia, y que merece un trato tan digno como el de cualquier otro sector profesional que forme parte del proyecto social y de país, cualquiera que sea.
*Publicado originalmente en la revista 80grados.