Recuerdo una conversación con la colega Noemí Segarra en la que discutíamos la ausencia de honorarios para les artistas que participaban en las exposiciones del Instituto de Cultura. No hacía tanto, tenía una conversación similar con Osvaldo Budet, artista puertorriqueño que vivió varios años en la ciudad de Berlín en Alemania y estando allá tuvo la oportunidad de experimentar una realidad profesional distinta en la que por derecho se le pagaba cada vez que exhibía en un sala pública y ofrecía un charla o conferencia. Al igual que Noemí, quien estuvo radicada varios años en los Estados Unidos, Osvaldo se hacía eco de un reclamo justo que me invitaba a poner en perspectiva las políticas de gestión de la Institución para la que trabajaba en ese entonces. Varios años antes, en el delirio de alguna conversación informal discutía con amigos la necesidad de organizar un sindicato de artistas que nos permitiera a largo plazo introducir en los lugares correctos conversaciones sobre planes de salud para artistas, estándares salariales, estrategias de retiro y asuntos sobre equidad de género.
Estas charlas no serían conversaciones aisladas, lo cierto es que indirectamente, los artistas indistintamente del foro o la disciplina que vengan nos enfrentamos a ellas en nuestro día a día. En alguna de varias discusiones con el colega Quintín Rivera Toro, recuerdo hablar en un tono muy pesimista en torno a la insostenibilidad del mundo del arte a largo plazo. No sólo por los altísimos costes de mantenimiento y gestión que conlleva la administración de un museo, una colección o una galería, pero más aun por la precariedad en la que viven los artistas que luchan para hacerse una carrera profesional en un escenario cada vez más neoliberal e injusto.
En el caso particular de Puerto Rico, no es secreto la precariedad bajo la que subsisten la mayoría de las instituciones culturales. Este tema, como mucho de nosotres sabemos, ocupa ocasionalmente algún editorial o columna sin mayor consecuencia en los periódicos de la Isla. Sin embargo, también es conocimiento popular la bonanza económica y los beneficios con los que opera una parte importante del sector eclesiástico, el cual además ostenta exenciones contributivas y facilidades en excelentes condiciones que benefician exclusivamente a sus congregaciones. Es igualmente problemática la idea del artista empresario o freelance, que si bien responde en parte a la realidad material que viven les artistas en la Isla, no provee soluciones adecuadas que se ajusten a la realidad particular de los distintos gremios, que en su mayoría viven al contado condenados a subsistir en una economía incierta.
Pensemos en la vida profesional de un bailarín, en condiciones óptimas este profesional trabajaría para una compañía de danza que le proveería un salario que no depende directamente de la cantidad de funciones en las que se presente. En su tiempo libre, este profesional podría ofrecer lecciones privadas para devengar dinero extra, o bien, podría cultivar un práctica individual que le permita entre otras cosas crear un repertorio propio, o incluso colaborar con otros bailarines o compañías dentro y fuera de la Isla, ósea desarrollarse profesionalmente sin tener que escoger entre su vocación y su sustento. Pero si en cambio, esta persona no trabajara para una empresa cultural que cuente con financiamiento o que por lo menos se haya hecho de una infraestructura que le permita competir anualmente por ‘ayudas’ o recibir donaciones, este artista y seguramente esa empresa se verán en la necesidad de operar parcialmente y en el mejor de los casos el artista tendrá dos o tres trabajos que le servirán de sustento y ejercerá su práctica en el tiempo que le sobre. Incluso, tal vez, logre recaudar algún dinero extra de las presentaciones en la que pueda vender entradas, si es que es que se le permitiera cobrar por ellas. No son casos hipotéticos, aquí hago me hago eco de conversaciones informales que he tenido con las bailarinas Cristian Lugo, Marili Pizarro y Jeanne d’Arc Casas.
¿Cómo sería el caso de una artesano, un escritor o un artista plástico? En su mayoría, los artistas que producen objetos, autofinancian su producción hasta que logran vender algo. Las ventas, por lo regular dependen de las difusión que tenga su producto, es decir, con cuánta frecuencia lo muestren y cuánta visibilidad logren para crear una demanda. Algunos poco cuentan con un mediador, alguien que vende su trabajo y se beneficia de esa venta, en una relación en la que por lo regular el vender recupera su inversión y genera una ganancia (muchas las galerías funcionan con un 60/40). Los artistas y los artesanos, en muy raras ocasiones devengan salarios, salvo trabajen como profesores o empleados de una empresa, lo que les convertiría en muchos casos, no siempre, en artistas a tiempo parcial. Los escritores, no se apartan mucho de ese panorama de precariedad, también dependen en la mayoría de las ocasiones de un intermediario, que edita, reproduce y distribuye su obra. Algunos pocos consiguen con suerte un “guiso” como columnistas o colaboradores de alguna publicación periódica que les paga por colaboración, sino es que se dedican de lleno a la enseñanza. Y no me mal-entiendan, la enseñanza es en sí misma un campo de acción importante para la clase artística, pero ello no quiere decir que la pedagogía deba ser vocación por deferencia para todes.
Es importante contar con artistas preparados en las diferentes ramas del entramado estructural en el que convivimos, pero es igualmente necesario que estos artistas cuenten con las condiciones de producción dignas en la misma medida en la que cualquier otro hacedor u obrero. Condiciones dignas no es sinónimo de cifras extravagantes en casas de subasta, ni de privilegios de especulación para lavar dinero. Cuando digo condiciones dignas me refiero a un ejercicio de regularización, no de la precariedad sino del derecho, que asegure y estandarice condiciones justas de vida y de trabajo. Tengan grados académicos o no, los artistas aportan diferentes tipos de capital que enriquecen la vida en sociedad. Este ejercicio de argumentación es importante, más que nada para evitar el cliché emotivo con el que normalmente se justifican los presupuestos para cultura. No es un asunto inmensurable, el dinero que se invierte, tanto como el que se devenga de la actividad cultural es real, existe, de igual modo los beneficios que derivan de cualquier ejercicio estético; el pensamiento, por ejemplo, es en si mismo una forma de producción, rentable por demás.
Ahora bien, qué rol ha asumido la institucionalidad cultural puertorriqueña los pasados quince a veinte años. Como muchos saben, la condición en la que opera hoy el Instituto de Cultura Puertorriqueña además de penosa, es una versión sumamente reducida y lejana de lo que habría sido en algún momento su propósito y posibilidades de alcance. Lejos de ver con nostalgia el estado de caducidad en el que insiste operar lo que queda de esta agencia, podemos pensar en los beneficios de la descentralización de estos presupuesto, pero sobre todo en la diversificación de las visiones sobre cultura que han acompañado el deterioro de su estructura. Para bien o para mal, la muerte lenta del ICP ha dado paso al agenciamiento de iniciativas privadas, casi todas lideradas por artista. Uso el ICP como ejemplo, pero podríamos también hablar de la Corporación para las Artes Musicales. En este punto, ambas son víctimas del mismo desprecio, pero sobre todo de la mala administración y la falta de visión; y de la incapacidad del Estado para adecuar de manera eficiente el funcionamiento de su maquinaria a la luz de los cambios y exigencias del panorama de necesidades de sus constituyentes.
Aun sí, dentro de lo beneficios que pueda traer esa descentralización periódica de los fondos y la visión estatal de lo que es cultura, la reducción del espacio de injerencia y responsabilidades de las agencias encargadas de estos temas, deja al descubierto a un sector bastante numeroso y diverso. Esto a su vez, se traduce en menos participación política dentro de las mesas de negociación y división de partidas presupuestarias, en menos voces y menos oportunidades de involucramiento de profesionales del sector de la cultura en la toma de decisiones —incluso en aspectos que deberían ser considerados intrínsecos al sector, como lo es el turismo y la educación—. En su reducción, el Estado no sólo ha precarizado aun más la capacidad de gestión del ICP y las demás agencias, sino que también ha salpicado con su mezquindad la gestión decenas de organizaciones y espacios que como el Museo de Arte Contemporáneo, y casi todos los museos de la Isla, que subsisten estrechamente vinculados a las asignaciones de fondos para cultura. Esta crisis no es ajena para ninguno de nosotres, hemos llegado hasta aquí a pesar de ella.
¿Dónde nos deja este panorama y en qué se traduce la crisis de reducción del gobierno? Se traduce en competencia y precariedad, en el conocido éxodo de talentos y de fuerza laboral y en nuevas formas de asimilación de la escasez y sobrevivencia. Ya hemos mencionado la idea del artista empresario y nos podemos hacer una idea más o menos clara de lo que implica. Otra forma común de posicionarse ante este escenario de inestabilidad permanente ha sido la apuesta por la fundación de organizaciones sin fines de lucro y empresas privadas. Las pocas que han logrado consolidarse en plataformas de gestión activas, se pelean por cifras financiamiento cada vez menores. La mayoría lucha por sobrevivir cada año fiscal día a día y por lo regular tiene que diversificar su abanico de estrategias para conseguir hacer los número que le permitan operar. Las estrategias de recaudo van desde las conocidas rifas y la celebración de cenas y eventos públicos, hasta la solicitud de donaciones a individuos y empresas. En años recientes, las campañas de recaudación de fondos en línea o crowdfundings, se han hecho populares en el sector cultural, no sin añadir una capa discursiva al asunto de la privatización de la gestión de la cultura y las artes. Esta forma de manejo podría entenderse como una emancipación del artista de las restricciones que normalmente regulan el uso de fondos públicos, simultáneamente, es una oportunidad adicional para que la maquinaria institucional se lave las manos de las responsabilidades económicas que tiene con este sector, tanto como las tendría con cualquier otro grupo de contribuyentes.
En este escenario, es muy probable que el acceso a los recursos y la visibilidad estén estrechamente vinculados a la libreta de contactos del individuo y a su capacidad de atraer fondos; o de sus destrezas como vendedor. Es decir, que no sólo el más avispao’, el más despierto o aplicado tendrá más posibilidades de acceso; estamos hablando de que en este tipo de competencia, el capital social y cultural acumulado por el individuo u organización serán decisivos a la hora de materializar su proyecto y asegurar el futuro económico del mismo. No son cuestiones de azar, la suerte no es una forma de política pública, inevitablemente la clase social y los privilegios intervienen en todo este entramado de relaciones y accesos.
Ese retraimiento del sector institucional, ha dejado el terreno de la gestión al descubierto y en necesidad de propuestas que le ayuden a cubrir el territorio que ha quedado a la intemperie como resultado de su reducción. El estado desarrolla programas de ayuda y educación empresarial, otorga edificaciones y concede exenciones pero no de manera coherente y como muchos sabemos, como resultado del intercambio bipartidista entre administraciones populares y penepés, las medidas por lo regular tampoco suelen ser consistentes.
En el pasado, hemos sido testigos de intentos de iniciativas de parte del gobierno para reorganizar el sector cultural. Las más recientes han sido, Pensar a Puerto Rico desde la Cultura y la Comisión de Derechos Culturales (CODECU), ambas durante la incumbencia del Partido Popular Democrático. Además de haber producido información estadística, tanto la primera como la segunda, han echado mano de la comunidad de artistas, académicos y productores culturales para levantar información de primera mano que antes no había sido medida ni condensada. Lamentablemente, el resultado de ambos esfuerzos ha sido nulo en materia de derecho pues el Estado aún se encuentra incapacitado, independientemente del partido que esté al mando, de poner en acción un plan que entienda al Sector como una parte intrínseca del tejido social a nivel económico; incluso luego de que los estudios realizados por la CODECU demostraran que el Sector no solamente devuelve al erario lo que se ha invertido sino que prácticamente lo duplica.
En suma, las demás estrategias para subsanar ese retraimiento, si bien han aliviado aspectos relativos a la producción de algunas agrupaciones, no forman parte de un plan coherente que proponga medidas que a largo plazo puedan beneficiar a todos los colectivos que componen al sector de la cultura. Pensemos en las edificaciones concedidas por parte del Instituto de Cultura a agrupaciones y colectivos artísticos en el Viejo San Juan, o en las asignaciones económicas a museos y organizaciones sin fines de lucro. En el primer caso, no hubo un proceso de convocatoria abierta que permitiera a otras colectividades optar por presentar propuestas de uso para los espacios, es decir, fueron otorgados a dedo. Independientemente de si estas organizaciones y colectivos pagan o no un alquiler, el beneficio no fue distribuido de manera democrática pues no hubo ningún proceso participativo que le precediera. Hablamos específicamente de la Casa del Sargento en mano de Beta Local, la Casa de los Contrafuertes, a cargo de Charles Juhász Alvardo y el edificio conocido hoy como el Bastión que pertenece a las facilidades de Casa Blanca, y que hoy está en manos de Maximiliano Rivas y la organización ACRIC. Sin quitar mérito a lo que cada grupo esté haciendo desde las facilidades que le han sido cedidas, en materia de política y derecho, la discusión debería enfocarse en analizar como el método a través del cual se designó el uso de esos edificios multiplica las posibilidades de acceso a un mayor número de artistas y gestores en necesidad de espacios, visibilidad y servicios. Puerto Rico no es el único lugar en el que el Estado ha optado por ceder el de facilidades en desuso. Sin embargo, la manera en la que esos procesos se llevan a cabo suelen estar mediados por un proyecto de política pública en el que también varios sectores han sido parte de su desarrollo. Lejos de abogar por una situación ideal, pienso que la reflexión puede ir dirigida a desmenuzar las condiciones y las costumbres que median el proceso de toma de desiciones, y en últimas aspirar a incidir en el desarrollo de políticas que reglamenten el uso de esos bienes de forma más justa.
Cuando observamos las dinámicas a través de las cuales se ejerce la política cultural, es fácil concluir, que a pesar de las normativas de regulación de uso de los fondo públicos, con demasiada frecuencia damos con un sistema que funciona de manera endogámica. Siempre se puede argumentar que en una isla tan pequeña los “amiguismos” son imposibles de evitar; pero en últimas no se trata de si se conoce o no a la gente a quien se contrata, ni de que tipo de relaciones surjan entre profesionales de un mismo campo que al final es muy pequeño. El reto está en cómo se llevan a cabo las convocatorias y los procesos de selección para que sean justos y transparentes. En la Isla contamos con muchísimos profesionales acreditados, y no acreditados que cuentan con basta experiencia, suficiente como para ocupar las plazas que permanecen vacantes hace años en nuestras instituciones. Y en los casos en los que fuese necesario acreditar otras formas de experiencia profesional, deberíamos poder crear los medios para verificar y acreditar dicha experiencia de modo que no inhabilitemos a los profesionales que se han formado fuera de los círculos académicos.
Entonces, reconociendo ya algunos de los hábitos más comunes de nuestro entorno, toca preguntar, cómo evitar el dirigismo cultural al que por tantos años nos hemos sometido. Las referencias más comunes son la División de Educación a la Comunidad (DIVEDCO) y el Instituto de Cultura de Puertorriqueña (ICP). No podemos dejar fuera a la Corporación de las Artes Musicales (CAM) y centros universitario como la Universidad de Puerto Rico (UPR), la Escuela de Artes Plásticas y Diseño (EAPD) y el Conservatorio de Música de Puerto Rico, que históricamente junto a las demás instituciones han tenido bajo su cargo la administración de los presupuestos separados para cultura, a la vez que han sido responsables de inculcar y reforzar el relato anquilosado de lo que se considera o no, auténticamente puertorriqueño. No es algo que se deba pasar por alto, precisamente la lucha del tercer sector (las organizaciones sin fines de lucro) y el florecimiento de proyectos independientes es testimonio en parte de un descontento, pero sobre todo de los límites de esa voluntad dirigista que por tantos años ha insistido en defender una visión sesgada de lo que es cultura.
El dirgismo cultural no se limita al terreno de lo ideológico; cuando una institución pública opera de acuerdo a una visión tan específica y porque no, limitada de lo que debe ser su espacio de acción, automáticamente afecta el lugar al que van a parar sus fondos. Aquí entra la gestión de les mecenas y les productores independientes que se encargan de redirigir fondos privados al sector. Tenemos bastos ejemplos en el campo de las artes visuales, José Hernández Castrodad, Otto Reyes Veray, Chilo Andreu y Osvaldo Santiago, sólo por mencionar unos pocos. Del lado de los productores, Celina Nogueras, Naíma Rodrígue y Alexis Busquet, son algunos de los más recientes, pero bien podríamos incluir aquí a casi todxs les artistas que autogestionan proyectos de exhibición, publicaciones, presentaciones y festivales independientes. Cuando digo independientes me refiero a que no reciben apoyo regular de ninguna institución, esto a su vez se traduce en que el criterio de selectividad y la temática de sus proyectos opera únicamente acorde a sus intereses y capacidades, y no de acuerdo a ninguna política ajena a la voluntad de sus gestores.
Siguiendo en la línea del dirgismo cultural, cabe mencionar todo aquello que tiene que ver con patrimonio, cultural o histórico. Aquí podríamos hablar sobre arqueología, arquitectura, medio ambiente y prácticas culturales protegidas, como el folclore. Me parece urgente poner esto sobre la mesa aunque por motivos de tiempo no se discuta en profundidad. Las discusiones en torno al patrimonio suelen quedar en manos de peritos y académicos, con excepción de casos específicos que llegan a la luz pública como lo fue la destrucción del Oso Blanco, la limpieza de la Muralla de San Juan y algún que otro escándalo relacionado con hallazgos arqueológicos. Por lo regular estos asuntos quedan sumidos en un eterno plan de sobrevivencia junto a todo lo relacionado a las colecciones de arte, los archivos, el arte público y las prácticas culturales que no producen objetos, como los son la danza, el teatro, la gastronomía, etc.
En este terreno, la política cultural opera como un sistema de elaboración de criterios que se utiliza para decidir qué debe ser conservado. Como sabemos, no todo el patrimonio cultural puertorriqueño está en manos del Estado y no hay un proyecto de política pública que contemple formas de apoyo o incentivos para velar por la integridad de esos caudales. A ello debemos añadir que el trabajo de investigación, relectura y análisis a penas se contempla como una tarea necesaria que va de la mano de todo esa labor de cuidado y gestión del patrimonio. Utilicemos como ejemplo los proyectos de arte público instalados durante la administraciones de Sila María Calderón como alcaldesa de San Juan y luego como Gobernadora de Puerto Rico. Esta colección de esculturas, intervenciones públicas y mobiliario urbano, fue instalada en diferentes partes de la Isla como resultado de una iniciativa que distribuyó aproximadamente 25 millones de dólares para la fabricación e instalación de proyectos diseñados en su mayoría por artistas puertorriqueños. Lamentablemente, el proyecto no vino acompañado de un plan que distribuyera de manera eficiente la carga presupuestaria que conllevaría el mantenimiento y restauración de estas piezas. Tampoco quedó claro, cuál sería el tratamiento que recibirían estos objetos, si sería tratadas como obras de arte, o si en cambio sería tratadas como mobiliario urbano. Esto, por sencillo que parezca, habría ayudado por lo menos a dilucidar qué agencias serían responsable de velar por la inversión millonaria que se hizo y quién debería recibir los recursos necesarios adicionales para hacerse cargo de ellas.
Como muches sabrán, la Colección Nacional de Puerto Rico, o bien, Colección de Arte del Instituto de Cultural Puertorriqueña, no es la única colección de arte que pertenece al gobierno de la Isla. La Compañía de Turismo, la Universidad de Puerto Rico, el Municipio de Caguas, La Fortaleza y otras instancias gubernamentales (agencias y municipios), cuentan dentro de sus inventarios con piezas de arte que han sido adquiridas con fondos públicos o donadas al Estado. De igual modo, desde mucho antes de la inversión en arte público que hiciera la exgobernadora Calderón, tanto el Estado como el sector privado había invertido muchísimo dinero en proyectos de mural y mosaico que bien podrían ser considerados hoy potentes candidatos a una lista de patrimonio artístico. Sin embargo, la política pública actual no provee medidas adecuadas ni suficientes para tratar este y otros asuntos relacionados a la conservación, manejo, administración, adquisición y restauración de obras de artes. A estas alturas, no podemos tratar este asunto como algo que atañe única y estrictamente al ICP. No porque no le corresponda, sino porque en la condiciones en las que se encuentra y si mantiene la agencia, la incapacitan de aportar con la premura que demanda la situación. También es cierto, que una parte considerable y muy importante del patrimonio artístico puertorriqueño está en manos de coleccionistas privados, de los mismos artistas, de museos y fundaciones (organizaciones sin fines de lucro), que indirectamente han hecho por años una aportación inmensa a las labores de cuidado, conservación, mantenimiento y difusión de nuestro arte sin recibir ‘estímulos’ adicionales que apoyen y faciliten su gestión.
En ausencia de un ejercicio que intente dar coherencia a ese panorama, cada uno opera independiente de las agendas del otro, lo que al final deriva en un ambiente de rivalidad poco productivo en el que muchos terminan compitiendo por las mismas fuentes de financiamiento y duplicando esfuerzos. Esto sucede también a nivel individual, pensemos en la escasees de becas y premios para artistas y creadores; sabemos que en su mayoría provienen del sector privado; pero no tendría que ser así. La tarea de construir un escenario de sostenibilidad eficiente en el que todes contemos con las condiciones necesarias para producir sin sacrificar la calidad de nuestro trabajo, sin tener que escoger entre comer y hacer aquello para lo que nos hemos entrenado —y desde donde hasta hoy hemos aportado— es una lucha que debe darse desde varios frentes. Conocemos ya las capacidades de la clase política, sus prioridades y el lugar desde el cual se enuncian. El ejercicio de pensar y articular proyectos de política pública, es en si mismo un territorio adicional disponible desde el cual podemos incidir, no sólo para afectar la calidad de nuestra vida diaria y la de nuestrxs colegas presentes y futuros, sino que también puede ser el lugar desde el cual podemos armar las bases para la construcción de una memoria más completa.
En últimas, la invitación general es a pensar en la posibilidad de que paralelo al activismo político y cultural que por lo regular distingue y acompaña a la gestión de arte, contemplemos la necesidad y las oportunidades de armar proyecto de política y activismo que aboguen por los derechos del Sector en un sentido amplio, pero sin que pierdan la especificidad que motiva el desarrollo del mismo.
*Conferencia ofrecida por parte de la primera edición de Programa de Estudios Independientes del Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico (PEI-MAC) el 6 de agosto de 2019.