Crecí dando la Salsa por sentado, como una elemento más del paisaje sonoro de Puerto Rico; los trayectos larguísimos en carro, los fines de semana de quehaceres en casa, las fiestas de familia, las salidas a la playa y poco a poco las noches de fiesta y jangueo. En algún momento durante mis veintes, la Salsa se convirtió también en un registro de lo emotivo, en un inventario de memorias y en un lugar de enunciación. Una suerte de refranero popular al que acudir para contener y explicar el embate de la vida diaria, la contradicción cotidiana; un bálsamo de sabiduría y humor para enfrentar la vida diaria.
Llegar a Madrid sin una idea clara del peso que tendría la distancia (geográfica, afectiva y cultural), hizo de la salsa un refugio, un imaginario seguro al que acudir cada vez que la ciudad me negara una tregua. La salsa ha sido desde entonces ese lugar seguro, una nave de encuentro conmigo mismo y con otrxs que también saborean los matices diarios a fuerza de ese guiso denso y maravilloso que es la salsa.
Lo cierto es que bailo muy poco y que la mayor parte del tiempo lo hago solo, para mi, pa’ aliviarme o pa’ soltar el golpe en casa cuando me siento cómodo, o bien, con personas en las que confío y aprecio profundamente. También es cierto que el empuje salsero me ayuda a cruzar la ciudad, a sobrevivir el silencio incómodo del metro y el sazón excesivamente balanceado de la comida europea.
Estos pasados 5 años la música que me formó, esa que ha sido la banda sonora de mi vida y la de muchos que como yo provienen de escenarios en los que la música es un elemento más del medio ambiente, ha sido también una credencial. Tuve que llegar hasta Madrid para que la mirada europea me obligara a desdoblar mi lugar de enunciación. Acá, mi cuerpo se lee blanco, para los españoles mientras no abra la boca y para les migrantes hasta que la abro. A pesar de que la salsa que muchos de mis colegas bailan y el reggaetón que todo el mundo a mi alrededor suda mientras perrea tiene una fuerte raíz en la experiencia puertorriqueña —caribeña—, mi imagen, para la mirada eurocéntrica, tipológica de quienes la leen, juzgan y localizan en este escenario, parece no cumplir ni satisfacer sus expectativas de puertorriqueñidad.
Ahora, luego de haber sentido el dolor que me provocó esa confrontación, esa demanda de credenciales que recibí como una negación a lo que para mi había sido hasta ese momento tácitamente mío, me ha permitido entre otra cosas poner en perspectiva ese mito del mestizaje “feliz” sobre el que descansa la construcción de la puertorriqueñidad.
La sorpresa que me llevé ante esa necesidad de validación irresuelta me empujó a explorar los límites de mi identidad nacional desde la experiencia que estoy armando en Madrid. Eso a su vez, me ha acercado a los boricuas que desde mucho antes que yo han habitado en la diáspora. Aquí reaparece la Salsa pero con otros nombres, otros números. Ángel Canales, el Apollo Sound, Maelo, Rubén Blades y los Ghetto Brothers (qué no son salseros como tal, pero que aportan mucho la conversación sobre la diáspora boricua en NY). Junto a la Salsa la escritura de los poetas nuyoricans —Pietri, Laviera, Algarín— y entonces al rap, el reggaetón y los ritmos afro-boricuas —la bomba y plena—, Tego, Paracumbé, Los Pleneros de la Cresta, etc. Todo esto se resignifica y se revalora en relación a mi nuevo contexto, a la diferencia y a esa necesidad de no asimilarme al contexto cultural en el que estoy inmerso.
También es cierto que desde acá, habitando este entramado social —ajeno— desde mi experiencia como migrante caribeño —y lo que ello significa acá para los europeos y los demás migrantes— he tenido la oportunidad de coincidir en otras condiciones con caribeñxs de aquí y de allá —incluso con españolxs y europexs vinculados afectivamente al Caribe—. Sin quererlo, cada unx me ha confrontado con diferentes versiones de mi, asociadas a la región, al territorio y a las identidades circunscritas a la visión “globalizada” de Puerto Rico, es decir al cliché, a la puertorriqueñidad performativa.
Acá, desprovisto del velo que viste al mestizaje como una experiencia feliz, resultado de un encuentro fortuito —para suavizar y borrar la violencia implícita en beneficio de un status quo hipócrita e injusto— me hago consciente de lo matices qué se pierden —por falta de perspectiva, tal vez— dentro de la Isla. Ese Caribe bastardo que te imprime la colonia por dentro.
*Publicado originalmente bajo la sección de Narrativa del proyecto Contranarrativas.